El Árbol de Navidad, que hoy se adorna con esferas, ángeles y luces de colores, y que es signo del encuentro entre el hombre y lo sagrado o divino, se ha convertido, desde su origen, en la Alemania del siglo VII, en uno de los símbolos más representativos de esta época del año en gran parte del mundo.
Es sabido que sociedades como la egipcia, la romana y las nórdicas contaban desde antes con leyendas y tradiciones que hacían referencia al culto al árbol como símbolo de vida, vinculado a sus religiones, aunque relacionadas con el solsticio de invierno o la noche más larga del año.
Sin embargo, registros orales y documentales coinciden en que fue en las aldeas del norte de Alemania donde surge esta tradición, basada en la creencia de que un árbol gigantesco sostenía al mundo y que en sus ramas estaban sostenidas las estrellas, la Luna y el Sol; esto explica la costumbre de ponerle luces.
El árbol, además, era símbolo de vida, pues no perdía su follaje en una época en que casi toda la naturaleza estaba muerta, de ahí que en algunas casas de países nórdicos en el invierno se cortaban algunas ramas y se le decoraba con pan, fruta y adornos brillantes, para que alegrara la vida de los habitantes, mientras duraban los crudos inviernos.
Luego esas creencias adquirieron un sentido cristiano, cuando un misionero británico comprende la fuerza de esta creencia, considerada pagana, y la adopta para recordar el nacimiento de Jesucristo.
Así, los aldeanos alemanes se convirtieron en los primeros que comenzaron a buscar árboles verdes, por lo general abetos, para tenerlos dentro de sus casas en la época decembrina, como un símbolo de renovación de las condiciones sociales y de esperanza para mejorar la producción agrícola.
El árbol de Navidad fue adornado primero con manzanas, avellanas y algunos objetos hechos de madera; se iluminaba con pequeñas velas elaboradas ex profeso para esa fecha, pues representaban la luz ante la llegada del Niño Jesús.